La plaga comienza al cierre del año que suele traer consigo una mezcla de balances, propósitos y, para muchos, una sensación de agotamiento que va más allá del simple cansancio festivo. Solemos achacar los catarros, la fatiga y ese malestar generalizado a los virus estacionales o al estrés de las celebraciones, pero hay algo más profundo cociéndose bajo la superficie, una especie de plaga silenciosa que debilita nuestras defensas justo cuando más las necesitamos, y diversas investigaciones y datos globales, a menudo compilados o analizados por organismos como la OMS, apuntan a factores que a menudo pasamos por alto. No se trata de un nuevo patógeno exótico ni de una mutación vírica desconocida, sino de enemigos mucho más íntimos y cotidianos que minan nuestra salud de forma constante y sigilosa.
Este fenómeno, que parece intensificarse con la llegada del frío y los días más cortos, tiene raíces bien identificadas por la comunidad científica, aunque no siempre se les da la visibilidad que merecen fuera de los círculos especializados. Hablamos del impacto combinado del estrés crónico acumulado a lo largo del año y la drástica reducción de nuestra exposición a la luz solar, con la consiguiente caída en los niveles de vitamina D. Estos dos factores, actuando en concierto, crean el caldo de cultivo perfecto para que nuestro sistema inmunitario flaquee, dejándonos vulnerables no solo a infecciones comunes, sino a un estado de baja energía y ánimo que muchos confunden con la normalidad invernal. Es hora de poner el foco sobre esta realidad y entender por qué nos sentimos así cada final de ciclo anual.
1EL ESTRÉS CRÓNICO: EL ENEMIGO INVISIBLE QUE NOS DEBILITA EN SILENCIO

El estrés, en pequeñas dosis, es un mecanismo de supervivencia fundamental, una respuesta natural que nos prepara para la acción ante un desafío. Sin embargo, el problema surge cuando esta respuesta se cronifica, cuando vivimos en un estado de alerta constante debido a las presiones laborales, las preocupaciones económicas, las tensiones familiares o simplemente el ritmo frenético de la vida moderna, una situación que se agudiza con la acumulación del desgaste anual y las expectativas del cierre de ciclo. Este estrés sostenido deja de ser un aliado para convertirse en un corrosivo agente interno que desgasta nuestro organismo a múltiples niveles, afectando desde nuestro sistema cardiovascular hasta nuestro equilibrio hormonal y, por supuesto, nuestra capacidad de defensa frente a las enfermedades.
La producción continua de cortisol, la llamada hormona del estrés, tiene efectos inmunosupresores bien documentados. Interfiere con la función de los linfocitos T, células clave en la respuesta inmunitaria, y puede promover un estado inflamatorio de bajo grado en todo el cuerpo, lo cual paradójicamente nos hace más susceptibles a infecciones mientras genera un desgaste interno. Es como si nuestro propio sistema de alarma, diseñado para protegernos, se volviera contra nosotros por estar activado sin descanso. Los datos agregados sobre salud poblacional, que a menudo considera la OMS en sus informes globales, reflejan indirectamente el peaje que estas condiciones de vida modernas cobran sobre el bienestar general y la resiliencia individual ante las agresiones externas.