Tiene dicho el ilustre jurista N. Bobbio que la época en que vivimos es el “tiempo de los derechos de los débiles”, y por ello, a través de los textos constitucionales se han protegido los derechos fundamentales, que en nuestra Constitución figuran en sus artículos 15 y siguientes, constando específicamente los derechos a la libertad y a la libre circulación (arts. 17 y 19). Y si bien nuestra Carta Magna contempla la necesidad de medidas para la prevención de la salud pública (su artículo 43.2), ellas, al figurar como “principios” no son susceptibles de ser blandidas frente a ningún derecho fundamental.
En efecto, en palabras del ilustre jurista Ferrajoli, ellos pertenecen a “la esfera de lo indecidible” por las mayorías, por unánimes que fueren, las cuales no pueden legalmente decidir su violación, y también nos tiene dicho que el derecho a la libre circulación es un derecho público colocado por los ordenamientos constitucionales en un primer lugar junto al antes citado; son derechos “contra el Estado”, pues, en definitiva, Ferrajoli sostiene que el expresado garantismo, está inspirado en la desconfianza hacia los poderes públicos; tiene, con bastante razón, una concepción pesimista de la utilización del poder que puede degenerar en el despotismo (páginas 277 y 885, entre otras de su magna obra ‘Derecho y Razón’).
Y el exordio al que le he sometido, amable lector, trae causa del debate sobre la reclusión de los asintomáticos (esto es, sin síntomas, procede insistir) del coronavirus en hoteles o residencias POR SI pudieran contaminar al resto de la población. Y en el Gobierno se pueden observar dos distintos y relevantes criterios: por un lado, está el de los ministros del Interior y Justicia, que abiertamente contemplan la posibilidad del ingreso forzoso, “porque el principio fundamental –nos dicen– es mantener la salud pública”, con incluso, ”suspensión temporal de ciertos derechos fundamentales” (diarios ‘El País’ y ‘El Mundo’ de 7 de abril). Y con otra muy diferente opinión se ha expresado el ministro de Sanidad, que se ha referido a dicho confinamiento sólo para el caso en que los asintomáticos lo acepten voluntariamente.
me viene a la memoria la Ley de Peligrosidad Social franquista
El lector tiene su libre albedrío para asumir un criterio u otro, pero un tanto malintencionadamente, lo reconozco, me viene a la memoria la Ley de Peligrosidad Social franquista, promulgada ahora hace cincuenta años, con el fin de castigar, como decía su Preámbulo, a aquellos que estaban “en estado peligroso por menospreciar las normas de convivencia social”, a los que sin tener una actitud netamente delictiva entrañaban un riesgo para la sociedad a la que había que defender, procediéndose por ello a su “internamiento preventivo para poner remedio a su potencial peligrosidad”, y en su artículo 3º señalaba que las penas que contenía la propia ley eran aplicables a los enfermos que supongan “riesgo para la comunidad” (¿les suena?), y que las sanciones podían consistir en el “internamiento hasta que cese el estado de peligrosidad social” (¿a que les sigue sonando?) con el fin de ese “aislamiento curativo”.
Y hemos de terminar acudiendo de nuevo a Ferrajoli, que también ha sostenido que las medidas de seguridad preventivas, la peligrosidad, es incompatible con los derechos fundamentales de la persona, pues la sanción ha de ser consecuencia del delito, y no para prevenirlo, recordando al respecto como ejemplos a no seguir las ciudades asilo bíblicas y los guetos nazis. Amén, esto es, que así sea y se siga la feliz frase de Leibniz, quien señaló que “las razones no se cuentan, sino que se pesan”, y en el caso expresado, no creo que deba caber la menor duda de que el peso de las razones está en contra del aislamiento-reclusión forzosa de los asintomáticos.